El nombre con el que designamos las cosas es parte del lenguaje y en las épocas anteriores a la globalización de los medios cada población se ponía de acuerdo en cómo nombrar territorios, países, eventos y personas foráneas que fueren de su interés. Así es como funcionan los lenguajes y de ahí que reyes, embajadores y pensadores, santos y otros personajes históricos tuvieren distintos nombres en distintos idiomas. La ortografía y la pronunciación también cambia dentro de un idioma y eso afecta también a los nombres propios.
Es así como Πλάτων (Plátōn) es hoy conocido en español como Platón y en inglés como Plato (pronunciado /pleitou/). En los idiomas en los que los nombres propios declinan por caso (como el latín), los nombres extranjeros declinan también: (Σωκράτης [Sócrates]: Socrates, Socratem, Socratis).
La moda de darle más relevancia al nombre en la lengua original es un producto de las comunicaciones modernas y la importancia dada a la identidad propia en un mundo globalizado. Desde luego, somos parte de ese mundo globalizado y por ello nos suena absurdo hablar de Jorge Washington. Hoy en día la traducción de nombres para personajes contemporáneos parece exclusiva para la realeza europea.
Entonces la regla de oro: se traducen los nombres de la realeza europea (Isabel de Inglaterra, Catalina de Cambridge, Felipe de Bélgica) [nótese que Felipe es Philippe en francés y Filip en flamenco], los personajes históricos que han tenido relevancia en el mundo hispano (Tomás Moro, Héctor, Jesús, Confucio, Vladimir Lenin), los países (Costa de Marfil, Timor Oriental, Sudán del Sur), ciudades y otros topónimos con nombres establecidos en la literatura hispana (Ciudad del Cabo, Aquisgrán, Jerusalén, Londres), mientras que la gran mayoría de términos contemporáneos usan la ortografía original o una romanización más o menos aceptada.